domingo, 22 de noviembre de 2015

Dialéctica del miedo

 

Por HELENO SAÑA

El miedo constituye uno de los rasgos centrales de la historia universal. Épocas y civilizaciones exentas de este fenómeno psíquico no han existido más que en la mitología y la literatura utópica. La historia del hombre es, en una de sus dimensiones fundamentales, la historia del hombre es, en una de sus dimensiones fundamentales, la historia de su miedo. Existe no sólo una dialéctica de la historia, como afirmaba Hegel, o una dialéctica de la lucha de clases, como pensaba Marx, sino también una dialéctica del miedo.

No creo que lo decisivo sea el problema del suicidio, como creía Camus y antes que él la filosofía estoica; tampoco el problema de la muerte, que tan obsesivamente preocupaba a Heidegger. El desafío mayor y más asiduo a que se enfrenta el hombre es el miedo que a menudo se apodera de él. También la nuestra es una época dominada por el miedo. Se explica que el autor ruso Daniel Granin haya calificado el siglo XX como «el siglo del miedo». Los sondeos demoscópicos y otros estudios demuestran en todo caso que en la denominada «sociedad del riesgo» (Ulrich Beck), crece el número de personas que miran el futuro con honda preocupación y angustia. Se confirma lo que Ernst Bloch había anticipado en su obra El principio de la Esperanza: «La sociedad burguesa ha estado y sigue estando basada en la libre competencia, por tanto, en una relación de antagonismo. Esta tensión hostil entre los individuos, que el sistema engendra y hasta fomenta, produce incesante miedo».

El miedo escatológico que el 'homo religiosus' del Medievo sentía ante el juicio final se ha convertido en miedo intramundano, se articula como miedo ante el carácter inseguro y amenazante de las condiciones de vida reinantes. El sueño común a Marx, Bakunin o Nietzsche de establecer un paraíso terrenal liquidando a Dios, se ha revelado como una ilusión ideológica. El hombre ha dejado quizá de temer a Dios, pero en cambio teme a sus semejantes, como consignaba amargamente Camus en La caída: «Dios ya no es necesario para crear la culpabilidad ni castigar. Nuestros semejantes se encargan de ello, ayudados por nosotros mismos». Y ya antes que él Céline en su Viaje al fondo de la noche: «Es ante todo y sólo de los hombres de quienes hay que tener siempre miedo».

El miedo del hombre actual se manifiesta especialmente como miedo ante el fracaso. Ello no puede sorprender si tenemos en cuenta que vivimos en un estadio histórico que mide el valor de la persona por su éxito externo. En una sociedad que ha decretado la competencia como el valor supremo, confesar que uno tiene miedo significa extender el propio certificado de defunción.

El miedo, claro está, no deja de existir porque la ideología imperante lo niegue. Vida humana y miedo son dos categorías inseparables. Y aquí hay que dar la razón a Heidegger. El miedo, afirma el filósofo de la Selva Negra, no es un estado psíquico engendrado por un acontecimiento externo, sino que forma parte intrínseca del «Dasein» o existente. El hombre tiene miedo porque su propia estructura óntica se caracteriza por radical «indomicialidad» (Un-Zuhause).

Heidegger tiene razón, pero no toda la razón. Porque al hablar de miedo hay que tener en cuenta que no es sólo el producto de la estructura antropológica del sujeto, sino también de las condiciones objetivas reinantes en cada respectivo estadio histórico, un aspecto sobre el que Heidegger, prisionero de su hipersubjetivismo, no pierde una sola palabra. En realidad, una parte mayor o menor del miedo que el hombre ha sentido a lo largo de su trayectoria histórica, ha tenido cusas exógenas y no endógenas, esto es, ha sido el resultado de un orden social injusto. No otra cosa quería expresar el joven Adorno al escribir en una de sus cartas a Walter Benjamin, que «el fin de las revoluciones es el de suprimir el miedo».

Si el pensamiento emancipativo tiene una razón de ser, es precisamente la de haber procurado eliminar o reducir a un mínimo el miedo social. Las interpretaciones intelectualistas y por tanto elitistas sobre la naturaleza del miedo tienden a pasar por alto que para muchos pueblos y sectores de población, el miedo social es la forma más generalizada del miedo, también la que más estragos causa.

Aceptar el miedo como parte esencial de nuestro ser no es sólo un acto de lucidez, sino el único medio de liberarse de él, como sabía ya Kierkegaard: «La posibilidad de la libertad se revela en el miedo».

La Clave
Nº 28, 26-1 noviembre 2001.

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