jueves, 13 de noviembre de 2008

El escándalo de Madame X

«Cuando la belleza más célebre de París, Madame Virginie Avegno Gautreau,
fue presentada por el pintor realista John Singer Sargent en su obra maestra
Madame X,
exactamente como era, superficial, egocéntrica, vestida de manera inmodesta,
el público se escandalizó, Madame Gautreau se puso histérica,
y el pintor fue obligado a retirarse a Londres.»
ISAAC ASIMOV

A veces, insinuar es más pecaminoso que enseñar... Pese a que Manet ya hubiese pintado y mostrado desnudos femeninos, el retrato de una mujer vestida con un largo vestido negro alborotó, durante la primavera del año 1884, a la mojigata moral burguesa de la Tercera República francesa. El cuadro de dos metros de alto representa (delante de la oscuridad del fondo parduzco) a una veinteañera de elegante figura, de pie y apoyándose sobre una mesa de estilo Imperio con su mano derecha, mientras con la otra se sube el bajo de su larga falda de raso negro. El corpiño, inusualmente sin camisola, de terciopelo y donde se aprecia su pronunciado y generoso escote y con una llamativa cintura de «avispa», contrasta con la palidez de su blanquecina piel. Y con tirantes de pedrería, uno de los cuales se desliza sensuálmente por su hombro derecho, da el aspecto que va ha desprenderse del vestido fácilmente, en el acto. Parece que invita a ser seducida, para yacer posteriormente con ella. Con el rostro de la modelo de perfil hacia su izquierda, da una sensación atrayente y provocativa, y a la vez, es distante y altiva. Supuso la condena y el ostracismo de sus protagonistas: el pintor y su musa.


El autor fue el retratista norteamericano, aunque nacido en Italia, John Singer Sargent (1856-1925) que llevaba varios años asentado en París. Joven pintor ambicioso, el típico tiralevitas profesional y absolutamente servil que sabía alimentar el egocentrismo de los ricos para promocionarse, obtener prestigio y crearse así una clientela entre los componentes de las clases privilegiadas galas, desde 1880 llevaba exponiendo sus retratos en el Salón de París; pero él buscaba algo más, algo que le encumbrase en el éxito y la fama, su obra maestra, y lo encontró... fue ella. Ella, la joven esposa del banquero Pierre-Louis Gautreau, la mujer más famosa y deslumbrante del momento (los primeros años de la Belle Époque) —famosa por sus apariciones en público que hasta los monarcas europeos iban a la capital francesa solamente para verla—, su compatriota Virginie Amélie Avegno (1859-1915). Hija de un terrateniente esclavista del Sur y oficial del Ejército Confederado durante la Guerra de Secesión, que tras su muerte, cuando todavía era una niña, se fue a vivir con su madre y hermana (que poco después también fallece) a Francia. Su madre se encargó de buscarla un buen marido y la casó a los diecinueve años con el magnate francés, de cuarenta años; lo que la permitió codearse con la alta sociedad y poder vestir lujosos vestidos y otros caprichos, como algún amante. Fue considerada como un exótico objeto de lujo y siempre obtenía las alabanzas de la prensa, lo más llamativo de ella era su forma de maquillarse con una mezcla de polvo de arroz con lavanda con la que conseguía la blancura de su piel y su cabello que lo teñía con henna o alheña. A ella, es a quién se dirigió el arribista pintor, como buen zalamero que era, la convenció para inmortalizarla con un retrato y tener rendido París a sus pies. La vanidad de ella se emparejó con la ambición de él.


La elaboración del retrato le llevó al artista dieciocho meses de trabajo, entre ello tuvo que residir durante el verano de 1883 en el castillo, la mansión de veraneo, que tenía el matrimonio Gautreau en al costa bretona. Hizo un centenar de bocetos previos en diferentes poses y estudios de su perfil. Cuando lo finalizó lo presentó para la exposición del Salón de París en abril-mayo de 1884, bajo el nombre de Retrato de Madame***, aunque todo el mundo reconoció a la señora Gautreau.

Y como todo lo que sube tiene que bajar, la linea que separa la fama de la infamia es fácil de atravesar. Amélie Avegno pasó de ser a sus 25 años, en un abrir y cerrar de ojos, en la mujer más admirada a la más humillada. Fue la burla total para ella.

La reacción del público y la crítica fue nefasta, destructiva. Por una parte, el chovinismo de los franceses consideró una gran insolencia que dos extranjeros pretendiesen adueñarse de su principal exposición de Arte. Y por otra, no podía permitirse que quedase plasmada para la posterioridad la sexualidad femenina de esta manera tan dominante y altiva (insinuándose estar a disposición de otros hombres, como ya se rumoreaba en esos años sobre la licenciosa vida extraconyugal de la retratada) cuando esta sociedad machista sólo permitía reflejar la sensualidad de las mujeres en un papel sumiso y hasta angelical. Además de ser considerado el cuadro como obsceno, también surgieron voces que hablaban de necrofilia, debido a la manera de maquillarse ella, lo que le daba un cierto aspecto cadavérico. La gente aplaudió sus atrevidos maquillajes y vestimentas, pero sobre el lienzo, sin embargo, era motivo de mofa. Pintar a alguien que ya se había pintado a sí misma era peligroso y hasta ridículo, como anticipó Sargent, y así ocurrió.

Ella y sus familiares, como reparación, exigieron al pintor la retirada del cuadro, y hasta su destrucción. La madre de la casada le dijo a Sargent: «Mi hija está perdida, todo París se burla de ella. Mi yerno no tendrá más remedio que batirse. Ella se va a morir de pena.» Sargent se negó rotundamente a ello, a pesar de la mala prensa que acarreaba, como escribió en una carta a un conocido: «La había pintado como iba vestida y del cuadro no se podía decir nada peor de lo que ya se había dicho en la letra impresa sobre sus apariciones en público, etcétera.» Y el matrimonio Gautreau se negó a comprar el retrato.

El resultado fue negativo para ambos: a Sargent se le destruyó el prestigio y su carrera francesa, y ella nunca recuperó la reputación y la adulación que había tenido antes de la exposición.

A sugerencia de su amigo Henry James, John Singer Sargent se instaló en Londres, en noviembre de 1886. Pudo abrirse un hueco gracias a que, en el año del escándalo en París, envió meses antes, en enero, otro retrato femenino de otra compatriota, la mujer de un diplomático: Miss Henry White, que contribuyó a incrementar la fama del pintor en Inglaterra.


En cambio, Madame Gautreau apareció años después, cuando cumplió los treinta, en una obra de teatro para atraer otros pintores, pero su tiempo pasó, la prensa no era tan efusiva en sus elogios como en el pasado. Aunque fuese retratada por Antonio de la Gandara y Gustave Courtois, se enclaustró en su residencia de Saint-Malo hasta el fin de sus días.

El retrato lo conservó en su estudio Sargent hasta que en 1916, meses después de la muerte de Amélie, lo vendió al Museo de Arte Metropolitano de Nueva York, eso sí, con unas ligeras modificaciónes: repinto el tirante caido en su posición y, además, cambio el nombre, con el que se le conoce actualmente, Madame X. En palabras del mismo John Singer Sargent: «Supongo que es la mejor cosa que he hecho.» Y razón tenía, pues es actualmente considerado como uno de los mejores retratos del siglo XIX, y aún en nuestros días conserva su sensualidad y atracción.


Paradojas de la vida, sí un retrato femenino casí supone el final de la carrera artística y del reconocimiento del pintor... Otro retrato femenino para otra exposición, en la Real Academía de Londres de 1893, cambio su fortuna: Lady Agnew of Lochnaw.

KRATES

2 comentarios:

KRATES dijo...

A pesar de los más de 120 años que han pasado, el cuadro parece moderno y muy sexy. El vestido en cuestión, me recuerda al que lleva Rita Hayworth en la escena del guante de "Gilda".

KRATES dijo...

Lo dicho.