Mari Carmen volvía de hacer unos recados cuando se encontró el cuerpo de su marido en la acera. Fran se había lanzado al vacío. Había perdido la propiedad de su casa, pero seguía debiendo dinero. Su suicidio conmovió al país.
Carlos Luján
Francisco Lema. 36 años. Albañil. Córdoba. 8 / 2 / 2013.
Francisco, parado, llevó ese viernes a su hija de ocho años al colegio. Al volver, encontró una carta de Hacienda que le reclamaba 400 euros. Subió al cuarto piso de su edificio, en la calle Cartago, donde vivía de alquiler, y se tiró al vacío. Hacía menos de un año que había perdido su casa por no poder pagar la hipoteca. El banco se la quedó, pero le seguía exigiendo el pago de 25.000 euros.
El día que Iñaki se suicidó, le tocaba pasarle a su mujer la pensión de 350 euros de su hijo de 17 años. Su otra hija, de 30, ya está casada. Estaba separado de su mujer desde hacía cinco años. Él vivía solo, aunque rodeado por su padre y sus nueve hermanos, y llevaba dos años en el paro, pero no parecía desesperado. Hasta que a las 4,30 de la madrugada de ese lunes se ahorcó. En la nota de suicidio contaba que no podía pagar los 700 euros de la hipoteca. «Antes de verme en la calle, me voy», dejó escrito. Solo había dejado de pagar una mensualidad, pero intuía lo que venía: había agotado la indemnización de su despido, solo le quedaban los 426 euros del paro de larga duración. No pidió ayuda. No era su estilo. La noche anterior estuvo en el bar viendo el partido del Athletic, su gran afición. Perdieron 0-4 contra el Espanyol.
La ambulancia llegó antes que los agentes judiciales. José Miguel Domingo se ahorcó horas antes de ser desahuciado de su casa del humilde barrio granadino de La Chana. Estaba soltero y vivía solo, justo encima del local de su negocio de venta de prensa, en el edificio que su familia posee desde hace décadas. Uno de sus hermanos, que regenta una frutería junto al quiosco, lo encontró ahorcado en el viejo patio de la casa. Nadie en el barrio sabía de sus problemas. Para ellos, José Miguel era un tipo amable, simpático y generoso. Quizá no hablase por vergüenza, especulan, para que nadie supiera lo que iba a pasar con la casa de su familia. La noche anterior, quizá algo triste —intentaban explicarse—, acudió al bar habitual a ver el partido de la Champions del Real Madrid contra el Borussia Dortmund. Perdió el Madrid.
Guillermo Santos, casado y padres de tres hijos, llevaba dos años sin trabajo. El día antes de quitarse la vida se manifestaba con otros trabajadores de la Plataforma de Parados de Cartagena para reclamar un puesto de trabajo que lo sacara de la delicada situación económica que atravesaba. Hacía un año lo desahuciaron de su casa porque no podía pagar la hipoteca. Se tuvo que refugiar en la casa de la abuela de su mujer. Y ya no recibía ninguna prestación ni ayuda. Sus compañeros denunciaron que, cuando su familia acudió días antes a los Servicios Sociales, los despacharon sin más e incluso con malos modos. «Les dijeron que como ellos están muchos españoles». Al sábado siguiente de su muerte, miles de personas se manifestaron en Cartagena al grito de «todos somos Guillermo».
Amaia Egaña. 53 años. Ex concejala. Baracaldo. 9 / 11 / 2012.
Amaia tenía un buen trabajo. Dirigía el departamento de recursos humanos de una empresa de transportes, donde llevaba 30 años. Su marido, concejal socialista —como ella había sido—, también trabajaba. Pero iban a ser desahuciados. Ella lo sabía. Él, no. Su hijo de 21 años, tampoco. Momentos antes de que llegase la comisión judicial para ejecutar el desahucio, Amaia se subió a una silla y se lanzó al vacío desde el cuarto piso. La familia, desconcertada, no quiso dar explicaciones de cómo se había llegado a esa situación de impago, pero su muerte tuvo un fuerte impacto. Sobre todo porque el juez de Guardia, Juan Carlos Mediavilla, compareció ante los medios, emocionado, y pidió que se modificase la legislación. Otros jueces se unieron a su petición. Y la legislación se está cambiando.
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